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La noche en que puedo ser yo - Sarah Wall

Actualizado: 6 feb 2023



Mary Ann nació en un pequeño pueblo a las afueras de Kansas. Su infancia era oscura y triste pues tenía una grave malformación física: nació sin cara; un orificio como nariz, y otro minúsculo por donde ingería algunos alimentos no demasiado sólidos, ante su falta de dientes y un solo ojo. Era un monstruo pues así la hacían sentir. Nunca tuvo contacto con el exterior y siempre supo que ella era distinta a los demás. Por el contrario, la naturaleza, esa misma que le había ninguneado, la dotó de un gran poder: la telequinesis, que desarrolló a la edad de ocho años.

Esa horrible deformidad la recluyó en su hogar. Su madre la encerraba en el sótano dejándola con agua y algo de comida, sin contacto con el exterior y al abrigo de una manta. La repudiaba; no podía ni verla sin sentir arcadas y un profundo asco. Ese ser que había parido era un engendro, pero no tuvo valor para acabar con ella, aunque le pasara por la cabeza en más de una ocasión.

La condenaron a los silencios, al rechazo, a la soledad; a la pena y a la marginación. Su madre le gritaba como si se tratara de un perro sarnoso. Ni una palabra de cariño, ni una simple caricia.

A veces, cuando estaba enfadada movía algunos objetos a su alrededor sin control: era la única forma de comunicación, pero hasta que pudo dominar del todo su poder pasaron años. Cumplió los doce y fue cuando descubrió que por una pequeña rendija en la parte superior de la pared de su sótano podía ver algunas cosas del exterior y, sabía que, una vez cada cierto tiempo, por allí pasaban chicos que presumía de su edad con diferentes malformaciones. Muchos tenían las caras amorfas, como ella.

Su madre entró en el sótano una de esas noches donde los monstruos, como ella, paseaban a voluntad por las calles de su pueblo.

—¿Dónde crees que vas, bicho asqueroso? —le espetó cuando ella intentó salir de la tenebrosa habitación que era su cárcel—. Tú no puedes irte de aquí, ¿es que acaso quieres matar a alguien de un susto?

Mary Ann lloró de rabia por ese espantoso agujero que pretendía ser un ojo.

—¡Das asco! ¡No quiero que nadie sepa de tu existencia! ¡Si tuviera valor te mataría con mis propias manos! —La crueldad de la madre era desmesurada.

Se desató la ira de la chiquilla. Eso provocó que un objeto punzante, desde el otro lado del sótano, saliera disparado clavándose en la cabeza de su progenitora matándola al instante y salpicando el ajado vestido gris que llevaba puesto desde hacía semanas y que le quedaba como un saco.

Sin embargo, se liberó con alivio. Observó cómo sangraba su madre y disfrutó. Subió las escaleras por primera vez en su corta existencia. Por fin saldría de su angustiosa prisión. Notó una ligera brisa que se colaba por la ventana; la desconocida sensación le resultó placentera y se sintió feliz.

Unos críos llamaron a su puerta. Ella abrió:

—¡¿Truco o trato?! -preguntaron los tres niños.

—¡Madre mía! ¡Tú disfraz es la caña! -exclamó el más pequeño de ellos, un pecoso pelirrojo, vestido de Quasimodo- ¡El mejor que he visto!

—¿Dónde lo has comprado? -insistió el más alto, disfrazado de Frankenstein.

No le tenían miedo, ni asco. Supo que, al menos, esa noche en particular podría mostrarse tal y como era. Podía ser ella misma… aunque el resto del año volvería a su lúgubre nicho.


- Sarah Wall, primera ganadora concurso relatos Halloween 2020

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